Por: Daniela De La
Cruz Gómez
En estos días,
el recuerdo de dos grandes hombres de las letras nacionales con los cuales
sostuve una gran amistad, han retornado mucho a mi memoria. Me refiero a Víctor
Villegas y a Mariano Lebrón Saviñón. Ambos ocupan un lugar ilustre en la
conciencia intelectual de la República Dominicana. Los dos lograron un sitial
de gran respeto en lo relativo a su deber para con el arte y en su actitud y
postura hacia los demás. Villegas, por ejemplo, es considerado uno de los más
representativos poetas nacionales.
La consideración
no es casual y para ello bastaría con leer toda y cada una de sus obras. Don
Víctor, como todos le decían, era un portento en cuanto a creatividad. Nada
había en él de improvisación y de facilidad. Repudiaba la actitud endeble, la
falta de trabajo, la falta de seriedad, la imitación y la repetición. Rechazaba
lo que calificaba como aventurerismo literario, tan frecuente en estos tiempos
donde cualquiera aspira a alcanzar notoriedad pública con frasecitas de mal
gusto y aforismos de mala muerte. Para él, enrolarse en la condición de poeta
era casi un sacerdocio, una entrega total. Laboraba como un monje. Era
dedicado, formal. Corregía sus trabajos todas las veces que resultara
necesario.
Era
perfeccionista. Hoy día cuando uno ve a tanta gente que se quiere presentar
como adalid de la poesía, apenas le alcanza el rostro para una sonrisa
compasiva ante esta postura fatua y fiestera. Cualquiera desbarra unas cuantas
líneas horrendas sobre un papel y corre a publicarlas o las da a conocer por un
medio como este donde cabe de todo, como en un supermercado. Y eso no les
basta. Se hacen peñas, se convoca a la gente, se celebra toda una fiesta que
tiene como supuesto motivo la poesía cuando en realidad ésta se ha transformado
en un medio para la bacanal, la ostentación, la fiesta y hasta para la
vagabundería. Decirse poeta, para mucha gente, viste y lustra una personalidad
burda, parrandera y opaca. Es una tarjeta de presentación de uso múltiple. Se
logran premios, cargos públicos, designaciones y hasta reconocimientos.
Las puertas de
muchos salones se le abren a esta gente que cultiva de todo menos la poesía y
que le encanta beber y comer gratis. Por esa misma razón recuerdo a Mariano
Lebrón Saviñón. Además de ser un intelectual culto, refinado, extremadamente
serio, siempre fue un modelo de caballero, de hombre de bien.
Si de alguna
manera habría que juzgar a don Mariano es como un ciudadano que es ejemplo a
seguir. Un gran ser humano. Todas y cada una de las tareas que se planteaban
estos hombres eran ejecutadas con amor y respeto. Con seriedad. Con entrega. En
ellos no existía la palabra superficialidad, ni compromiso turbio, ni
conciliábulo malvado, ni inquina para destruir a nadie. Aconsejaban con
respeto, actuando como verdaderos maestros que es lo que realmente eran. No se
metían en sus bolsillos los haberes ajenos como es tan frecuente ahora.
Eran estrellas
en nuestro firmamento. Lo que sí es lamentable es que, en la medida en que
desaparecen nuestros grandes intelectuales, y, por qué no decirlo, nuestros
grandes hombres, una chusma vacua y gozosa se está robando todos los espacios.
Y esto si hay que detenerlo para evitar que la Cultura siga embarrándose cada
vez más en el fango de la fatuidad, la superficialidad, la politiquería, el
dinero mal habido, las facilidades truculentas de la vida pública, la vana
ostentación. Quienes quieran mirarse en este espejo pues que se miren.
Quiera
Dios y recapaciten y nos dejen en paz y se dediquen al trabajo serio y real y
se decidan, que no lo van a hacer, por abandonar esa actitud de cháchara,
banquete, vino barato y romo en que se viven fotografiando de manera frecuente.
Ejemplos como don Victor Villegas y Mariano Lebrón Saviñón son los que deberían
ser expuestos, estimulados, impulsados. Lo otro…bueno, ustedes saben.
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