Pablo Ordaz-Roma
Italia tiene un problema. Un problema feo. Tal vez el más feo de los
problemas. Su ministra de Integración, Cécile Kyenge, una mujer de 49 años,
madre de dos hijas, oftalmóloga de profesión, es acosada e insultada desde hace
ocho meses con una violencia feroz, en la calle, en el Parlamento, en la prensa
y en la televisión. Pero no por sus ideas políticas de centroizquierda. Ni
siquiera por intentar que los hijos de los inmigrantes nacidos en Italia tengan
derecho a la nacionalidad —el ius soli— o por exigir la abolición de una ley
—la Bossi-Fini, aprobada por Silvio Berlusconi con sus socios xenófobos de la
Liga Norte— que convierte automáticamente en delincuentes a los inmigrantes
irregulares. No. Los responsables de la Liga Norte, bajo la mirada pasiva de buena
parte de la política y de la sociedad italiana, comparan a la ministra Kyenge
con un orangután, le lanzan plátanos o diseñan un plan de acoso sistemático
simplemente porque es negra.
Pregunta. ¿Qué siente cuando
escucha tantos y tan graves ataques racistas contra usted?
Si tengo claro que mi objetivo
es el de la diversidad, entonces es posible superar estos momentos tan duros
Respuesta. Está claro que hieren,
pero la grandeza de cada uno de nosotros está en saber mirar por encima, de ver
el futuro. Estoy convencida de que todos estos ataques no pretenden solo
destruir a la persona, sino que quieren comprometer, poner en riesgo, el futuro
de Italia, la sociedad del futuro. Si tengo claro que mi objetivo es el de la
diversidad, entonces es posible superar todos estos momentos tan duros. Porque
está claro que han sido siete u ocho meses muy difíciles, que han llegado a
influir también sobre mi vida privada, pero jamás los ataques me han afectado
tanto como para pensar en abandonar mis objetivos…
P. ¿Nunca? ¿No lo ha llegado a pensar? ¿Ni
ante la reacción tibia de quienes tendrían que defenderla?
R. No, no vale la pena abandonar. Yo desde
pequeña no me he distraído nunca del objetivo. Quería convertirme en médico e
hice todo lo que tenía que hacer, incluyendo marcharme del país donde nací [la
República Democrática del Congo], hasta que lo logré. En todas las decisiones
que he tomado en la vida, por difíciles que fueran, tenía presente un objetivo,
poniendo en el centro el respeto a los demás. Por eso, todo lo que ha pasado
desde el momento de mi nombramiento —insultos, provocaciones— lo tomo como un
intento de desviar la atención. Quieren distraerme del objetivo principal, que
es hacer entender a la sociedad italiana que la diversidad es una riqueza, que
no debemos tener miedo del otro. Los intolerantes quieren hacernos creer otra
cosa, quieren confundirnos, pero debemos tener la fuerza de no permitir que nos
confundan.
la estamos arrojando al pozo de la invisibilidad
P. Usted decidió salir de Congo para buscar
un futuro mejor y pensó que en Italia podía encontrarlo. ¿Se parece esta Italia
que insulta a una ministra por ser negra, esta Europa donde crecen los
populismos, a aquella de sus sueños?
R. Está claro que estoy viviendo momentos tan
duros como jamás habría podido soñar. Pero no por eso puedo decir que Italia es
racista, porque ninguno nace racista. Por eso es tan importante que atajemos
todos esos factores externos de intolerancia que hacen apartarse a las personas
de la vía de la convivencia y las hacen tomar la de la xenofobia. Tenemos que
conseguir una Italia y una Europa mejor, y ese es precisamente el objetivo que
estamos llevando adelante con la Declaración de Roma, la que hemos suscrito con
otros 17 países para llegar a un pacto 2014-2020 contra la xenofobia, contra el
racismo, por la multiculturalidad, para poner la diversidad al centro de todo.
P. Cuando trabajaba como médico, ¿también
sufrió los comportamientos racistas?
R. Sí, al principio sí. Pero el rechazo se
fue desvaneciendo a medida que la gente iba conociendo mi forma de relacionarme
con ellos, mi profesionalidad. Mi ausencia de miedo. Esto es importante. No hay
que tener ni prejuicios ni miedo.
P. ¿Tampoco ante las descalificaciones de la
Liga Norte? La culpan de traer todos los males a Italia…
R. ¡Me culpan de tantas cosas! Pero, lejos de
hacerme sentir débil, refuerzan mi identidad. Yo he elegido Italia para vivir,
pero mi identidad es múltiple y me siento cómoda así. Me echan la culpa de ser
negra, de ser mujer y de ser extranjera. Incluso de una cuarta cosa: de haber
estudiado. ¡Y esta [exclama sonriendo] sí que es una culpa terrible! Porque
según el estereotipo, debería estar en casa fregando y haciendo hijos. Que no
lo haga les parece imperdonable.
P. Su prioridad es el
derecho a la ciudadanía italiana de los hijos de los inmigrantes y la
suspensión del delito de clandestinidad, pero una parte del Gobierno de coalición
se opone. ¿Ha logrado algún paso adelante? ¿Cree que lo conseguirá?
R. Para mí la primera satisfacción es que no
se ha tratado solo de una discusión política. Nunca como en estos ocho meses se
ha hablado de esto en todos los sitios. Tanto en los bares como en el
Parlamento se ha discutido sobre ciudadanía. Esa toma de conciencia por parte
de todos nos llevará a entender que no es un tema que preocupa a la ministra,
sino a toda la sociedad. Tenemos un millón de niños en Italia que todavía
tienen problemas de integración, que se sienten discriminados desde la escuela.
Y si nosotros queremos hacer un regalo a nuestros hijos, el mejor de todos es
ayudarlos a crecer haciéndoles entender que todos somos iguales, que el único
futuro posible es el de la igualdad de oportunidades. No es un regalo solo para
los hijos de los inmigrantes.
P. ¿Cómo vivió la tragedia de Lampedusa, en la que perdieron la vida cientos de inmigrantes africanos?
R. Lo primero que pensé fue que sobre aquella
barca podía haber estado yo. Podíamos haber estado cualquiera de nosotros. De
hecho, una persona crece si logra ponerse de verdad en las dificultades, en la
tragedia del otro. Si logramos vivirlo así, cambiará el modo en que construimos
las leyes. Por eso le decía que hay que mirar a la política de la inmigración
no como un favor, sino como una necesidad. Si me pongo en el lugar del otro y
luego hago una ley contra los inmigrantes, es como si hiciese una ley contra mí
mismo. Esta idea mía, puesta del revés, me acompaña también en los momentos
difíciles, cuando me insultan y me atacan. Si esto me lo hacen a mí, se lo
pueden hacer a cualquiera. Por eso, si queremos combatir el racismo o cualquier
otro tipo de marginación, no hay más remedio que ponerse en el lugar de la
persona que sufre. En la piel del otro.
P. Se habla mucho de la inmigración que llega
de África, pero muy cerca de aquí, en Prato, junto a Florencia, hay cientos de
chinos que viven prácticamente en la esclavitud, trabajando y viviendo en naves
industriales por sueldos de miseria…
R. No solo
sucede en Prato y no solo con los chinos. Lo fundamental del asunto es que
tenemos que ser capaces de dar la oportunidad a esas personas de denunciar sus
condiciones de esclavitud. Tenemos que informarles de cuáles son sus derechos.
Darle la posibilidad de conocer la lengua, de hablarla, de poder denunciar. Por
eso hay que invertir en la mediación cultural. Esto solo se puede conseguir si
las personas tienen un estado jurídico bien definido. Una persona que vive en
la invisibilidad es una persona que cae en las manos de la criminalidad
organizada. Por eso le digo que no se trata solo de Prato. Son muchos otros los
lugares bajo un común denominador: son invisibles… Por eso, si una persona no
tiene permiso de residencia, la estamos arrojando al pozo de la invisibilidad.
Hay que darles posibilidades incluso de volver a su país de origen —una opción
que muchos están pidiendo— o de ofrecerle una ruta de integración distinta,
pero jamás arrojarlos a la ilegalidad. Hacer salir a la gente de la
invisibilidad es además un instrumento potentísimo contra la criminalidad
organizada. Hay que salvar a las personas débiles de las manos de quienes las
están explotando.
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